viernes, 30 de noviembre de 2007

Campo.



Trece mil kilometros, 16 horas de diferencia horaria, una semana de jet-lag… muchas cosas separan a Nueva Zelanda de Argentina, del Buenos Aires en el que vivia, inmersa en una rutina tan diferente a la que tengo hoy.
Hasta el aire se respira distinto en este paisaje mezclado, con sierras y lomas verdes, montones de pinos, un mar azul de fondo y, coronandolo todo, un volcan se eleva soberbio.
El dia comienza a las 6.30 am, con el rocio sobre la hierba y el fresco de la madrugada que no se quiere ir. Entre olor a tostadas y café, abro la puerta de nuestra casita y me sorprende una mirada de grandes ojos negros, quiza mas sorprendida que yo. Miro hacia un costado y me doy cuenta que no es una sino que son varias las miradas misteriosas: todo un grupo de vacas decidio pastar en nuestro parquecito y resulta que yo vengo a interrumpirles su desayuno.
Salimos en la van hacia la chacra, el lugar de trabajo. Despues de un camino de ruta, ripio y curvas sinuosas, llegamos puntuales para empezar con la labor diaria a las 7.30. El horario es mas temprano de lo que entraba a la oficina y mi ropa tambien difiere bastante de la formalidad que toda ciudad exige.
El dia es largo pero disfruto caminando entre las plantas, respirando ese aire tan puro que al principio parece que quema. El silencio al principio aturde. (Aunque en realidad no era el ruido de los autos el que aturdia?) Aprendo a escuchar al viento y a los pajaros y el sol me entibia el cuerpo, secando el rocio y limpiando el cielo. Va avanzando el dia y todo es luz y verde y mas verde. Nada de edificios ni gente. Somos los arboles y yo, en una conversacion sin palabras que solo interrumpe el viento cuando sopla sobre los pinos.
Camino y camino, todo el dia camino. No hay sillas que giran ni llamados por atender. Antes el cansancio era en los ojos por la pantalla de un monitor, ahora se siente en todo el cuerpo, pero como un cansancio feliz que el cuerpo agradece.
En mi recorrido descubro un nido enredado entre los arboles de kiwis, y unos ojitos diminutos que me miran con el temor de quien se sabe totalmente indefenso. Unos metros mas adelante, Mally, la perra del dueño de la chacra ladra, desesperada a un agujero. Una mama puercoespin le pincha el hocico, defendiendo con vida y espinas a sus tres crias recien nacidas.
La tarde va cayendo y no me doy cuenta por un reloj, sino porque el sol va entibiando sus rayos, la brisa es mas fresca y mi cuerpo me pide descanso.
En el regreso a nuestra casa pienso en cuantas cosas gane trabajando en el campo. Un lugar donde a mi jefe poco le importan mis anos en la universidad, los titulos o las clases de ingles. Entiendo poco su idioma nativo y soy una worker mas, que no sabe nada de kiwis y tiene que aprender, haciendo la misma tarea repetitivamente, a lo largo de infinitas hectareas, por muchos dias. Lo que el no sabe, lo que yo no sabia, es que quiza no termine este trabajo sabiendo mucho de horticultura, pero si haya aprendido otras cosas. Empezando por cultivar mi propia paciencia.
Llegamos a casa, desesperados por una merienda suculenta y desde la ventana de nuestro cuarto descubro que curiosas, dos liebres nos espian. Son nuestras vecinas, junto a las vacas y los corderos que pastan cerca, ajenos a nuestra presencia.
Quiza las horas en el campo me obliguen a meditar mucho, a observar, a aprender a enfrentarme a mi misma cuando no hay conversaciones que llenan el tiempo ni telefonos que suenan.
Entender la magia en el silencio y valorar lo simple.
La naturaleza tenia algo para enseñarme y creo que aprendi a escucharla.

No hay comentarios: