lunes, 30 de junio de 2008

Pueblo de Niños.



Era finales de Marzo, fuera de la época de lluvias veraniega pero así y todo el calor arrasaba y los chaparrones inundaban la ciudad de vez en cuando.
Éramos turistas. Jóvenes en busca de aventuras muy lejos de casa.
La vida nos encontraba en un algún pueblito perdido de la República de Laos, aquel pequeño país para muchos inexistente en el mapa, encerrado entre montañas, atravesado por un río mítico -el Mekong-, marcado por una herencia colonial francesa obligada y recuerdos comunistas y despóticos no tan lejanos. Son sus vecinos los que tienen, además de mayor tamaño, más fama mediática -aunque no siempre sea la más alegre-: Tailandia (y la oferta de turismo sexual más popular del globo), Myanmar (hundido en los desastres climáticos y la miseria), Vietnam (y un pasado de bombas, terror rojo y películas norteamericanas), Camboya (sobreviviente de una sangrienta masacre que duró décadas y todavía hoy late en la mirada de sus humildes pobladores).
Países tan pobres como paradisíacos, tan ricos en historia y sabiduría como alejados de esa misma globalización, que a veces, nos hace creer omnipotentes.
En el Sudeste Asiático todo es descubrimiento, admiración. Entre tanta cultura milenaria, templos dorados y hoteles decentes por unos pocos dólares, nos sentíamos avasallados por tanta belleza y una historia tan lejana a nuestra patria, que parecía más que a miles de kilómetros, a millones de años luz de ese paraíso perdido en algún punto de Indochina.
Con la mochila al hombro y dispuestos a seguir indagando lo más profundo que nuestro vertiginoso itinerario nos permitía, partimos en una camioneta a una nueva excursión. Resultamos ser un grupo multiétnico con orígenes, idiomas y costumbres totalmente diferentes, pero todos en busca del mismo desafío. Quizá por saber que nuestros bolsillos guardaban pesos argentinos y no euros ni libras, nos sentíamos un poco más distintos. Ellos en cambio, presiento que nos veían como los exóticos sudamericanos.
El tour era el mismo para todos: visita a la famosa catarata Tat Kuang Si, recorrido libre, un chapuzón en el río y sobre el final del paseo, una parada en una tribu típica. La lluvia no se hizo esperar y las gotas caían como lágrimas frescas sobre el paisaje verde fuerte y húmedo. La camioneta regresó a los tumbos por otro camino y en un viraje inesperado, el conductor pisó el freno en lo que parecía, el medio de la nada.
‘Ahora pueden recorrer la villa por quince minutos. Y comprar lo que quieran’, balbuceó, en un inglés muy malo pero suficiente para hacerse entender. Las caras de las chicas danesas se desencajaron y la pareja de alemanes sonrió, con sorpresa. Las últimas palabras eran un poco, recordarnos que más allá de ‘conocer una tribu típica de la montaña, en su hábitat natural’, como rezaba el letrero en la agencia de turismo, la condición sine qua non siempre era la misma.
Las casillas de madera se elevaban como plantadas en un terreno inferior a una manzana, perdidas entre los yuyales, la ruta y casi hundidas en el barrial que, imagino, era el estado constante del suelo. Una vereda firme que daba la vuelta al pueblo –las diez casas-, en una circunferencia perfecta, me hizo dudar una vez más, de lo genuino que podía ser ese lugar, sino un montaje preparado para los visitantes extranjeros que buscan la foto perfecta y sueltan algún dólar por un souvenir.
Al principio, bajamos de la camioneta sin entender demasiado. Nos mirábamos un poco descolocados, sin saber que se esperaba de nosotros, desolados a la vera del camino, a la entrada de un lugar que poco se parecía a los retratos coloridos de la National Geographic.
Tímidos, empezamos a recorrer esa vereda hacia los interiores de otro mundo y jugamos por un rato el juego propuesto. Nosotros, extranjeros, tan terriblemente extranjeros.
Y ellos. Un universo de ojos achinados, cabellos endurecidos por la tierra, piel curtida, y una actitud casi autoritaria, que erigían con desenfado desde sus pocos centímetros.
Un universo dominado por niños laosianos de uno, dos, tres años, y algunos quizá meses.
En pocos minutos la invasión fue plena y me encontré rodeada, avasallada por esos pequeños duendes que apenas sabían hablar su propio idioma, pero tenían muy claro que ‘faivzauzankipsmadam, plizmadam’* eran las puertas necesarias e indispensables para seguir manteniendo su reino.
Y me dolió tanto ser turista.
Yo, desde mi mirada sudamericana, que creía haberlo visto casi todo en los pueblos perdidos de mi continente, que sufría el orgullo de venir de una tierra donde la pobreza no se ve en fotos como la ven muchos de los europeos que cruzamos en ese viaje, que no me asombraba de la miseria porque siempre fue la dama oscura que acechaba en la esquina de mi propia casa.
Yo, esa misma, la de los ojos de periodista y el corazón sensible pero curtido por tantas injusticias que están a la orden del día en mi propio país.
Me sentí atravesada, atrapada por las manitos diminutas que me hacían señas casi desde el suelo, por esas almas tristes que ofrendaban sus tesoros por unas pocas monedas.
La invasión aumentaba a medida que avanzaba en mi recorrido, las tropas de duendes se acercaban desarmadas, con los pies descalzos y con apenas alguna ropa vieja colgando de sus cuerpitos. Quizá como tristes alas vivientes, muchos de ellos cargaban con una tela cruzada a su pequeña espalda: bebés desnudos. Bebés empapados en llanto, bebés con el mismo futuro de duendes de un reino de barro y lluvia, perdidos en algún rincón olvidado de este mundo, donde viven en silencio en una Tierra del Nunca Jamás que poco se parece a la del Peter Pan de las películas.
Las tropas me acorralaban sin armas de fuego pero apuntaban directo al corazón, con instrumentos más letales: los ojitos orientales clavados en mi occidentalidad evidente y en mi billetera. Para su desgracia, no podían diferenciar su blanco ni adivinar que lo único europeo en mí, estaba escondido en mi ADN y en mis antepasados, pero no en mis bolsillos.
Me sentí tan tristemente turista, tan ridículamente turista. Recorriendo la parcela de esos cachorros humanos, contaminados por una globalización que llegó a medias porque saber los números en inglés no calma a sus pancitas hinchadas de hambre de alimento y civilización.
La religión milenaria de Laos, es el budismo Theravāda, una de las ramas más populares de esta creencia. Theravāda denota la “enseñanza de los antiguos o los ancianos”. Y supe que ese Pueblo de Niños escondía a viejitos sabios detrás de cada mirada, hombres disfrazados de duendes intentando alcanzar el Nirvana a través del sufrimiento, en un reino miserable para la contemplación occidental.
El recorrido terminaba y como en un traspaso sin escalas de ese mundo al mío, el conductor de la camioneta nos llamó para el viaje de regreso a Luang Prabang, el pueblito turístico, los cafés franceses, las baguettes en la calle, la cama del hostel.
Los 30 kilómetros de camino me parecieron un túnel perdido en el tiempo. Un canal que conectó quien sabe como, un espacio del universo desconocido con mi propio universo, el de los viajes desafiantes, los misterios del mundo por descubrir. Ese sinfín de aventuras donde muchas veces las anécdotas de la bitácora terminan como marcas imborrables en el alma, y porque no, en el papel.
Dejé ese reino sin decir adiós pero, créanme, nunca se fue de mí.

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