martes, 11 de noviembre de 2008

Christchurch, donde late Inglaterra.


En la isla sur de Nueva Zelanda, enmarcada en aires culturales y con un definido estilo arquitectónico inglés, se despliega la antigua ciudad de Christchurch, donde la herencia británica late más fuerte que en ninguna otra ciudad de ese país.

Fue diseñada con el espíritu europeo característico de sus fundadores, allá por 1850, como un proyecto de la Universidad de Oxford para asentar a la comunidad anglicana. Con el tiempo los rasgos ortodoxos se fueron disolviendo, brindándole a esta magnífica ciudad una personalidad única: una mezcla perfecta entre trazos góticos y tradicionales salpicados por edificios modernos, las infaltables raíces de la cultura maori y el característico verde intenso del paisaje neocelandés.
Erigida como el centro urbano más importante de la Isla Sur de Nueva Zelanda, y la tercera ciudad del país luego de Auckland y Wellington, Christchurch se luce impecable y serena, sobre las costas del océano Pacífico en la región de Canterbury.
El encanto de Christchurch se respira en el aire, y es imposible resistir la tentación de recorrerla a pie, para no perderse ninguna de sus atracciones.
El punto de partida está en el centro de la ciudad, marcado por la emblemática catedral, que se impone deslumbrante con un estilo gótico presente en cada detalle: la roseta frontal, los interiores trabajados en madera y los vitraux. Frente a ella se encuentra la plaza principal, que divierte con un ajedrez gigante en su centro desafiando a todo transeúnte.
Si la idea es conocer la ciudad como lo hacían sus pobladores hace más de un siglo, entonces el tranvía original puede cumplir ese deseo, haciendo aún más ameno y tradicional el recorrido. Una opción para los románticos es navegar en las góndolas típicas, por las aguas del río Avon que surca la ciudad regalando un bellísimo paisaje.
El Jardín Botánico es también imperdible, pintoresco y diseñado con las más variadas especies. Los colores de las flores y la arboleda frondosa son un espectáculo al aire libre.
Los amantes del arte encontrarán su lugar en la Christchurch Art Gallery, de líneas modernas que quiebran el tradicionalismo de la ciudad, sin desequilibrar. La colección estable ofrece obras de célebres artistas locales e internacionales.
La caminata va llegando a su fin y no hay mejor lugar que el Dux de Lux para sentarse a disfrutar del sol. Este coqueto predio tiene mesas dispuestas en la vereda, e invita a reponer energías con variadas opciones gastronómicas.
Con este recorrido inolvidable, no quedan dudas que Christchurch es una ciudad que enamora a todo aquel que la visita, celebrando el buen gusto, la tradición y el estilo en cada uno de sus rincones.

lunes, 30 de junio de 2008

Pueblo de Niños.



Era finales de Marzo, fuera de la época de lluvias veraniega pero así y todo el calor arrasaba y los chaparrones inundaban la ciudad de vez en cuando.
Éramos turistas. Jóvenes en busca de aventuras muy lejos de casa.
La vida nos encontraba en un algún pueblito perdido de la República de Laos, aquel pequeño país para muchos inexistente en el mapa, encerrado entre montañas, atravesado por un río mítico -el Mekong-, marcado por una herencia colonial francesa obligada y recuerdos comunistas y despóticos no tan lejanos. Son sus vecinos los que tienen, además de mayor tamaño, más fama mediática -aunque no siempre sea la más alegre-: Tailandia (y la oferta de turismo sexual más popular del globo), Myanmar (hundido en los desastres climáticos y la miseria), Vietnam (y un pasado de bombas, terror rojo y películas norteamericanas), Camboya (sobreviviente de una sangrienta masacre que duró décadas y todavía hoy late en la mirada de sus humildes pobladores).
Países tan pobres como paradisíacos, tan ricos en historia y sabiduría como alejados de esa misma globalización, que a veces, nos hace creer omnipotentes.
En el Sudeste Asiático todo es descubrimiento, admiración. Entre tanta cultura milenaria, templos dorados y hoteles decentes por unos pocos dólares, nos sentíamos avasallados por tanta belleza y una historia tan lejana a nuestra patria, que parecía más que a miles de kilómetros, a millones de años luz de ese paraíso perdido en algún punto de Indochina.
Con la mochila al hombro y dispuestos a seguir indagando lo más profundo que nuestro vertiginoso itinerario nos permitía, partimos en una camioneta a una nueva excursión. Resultamos ser un grupo multiétnico con orígenes, idiomas y costumbres totalmente diferentes, pero todos en busca del mismo desafío. Quizá por saber que nuestros bolsillos guardaban pesos argentinos y no euros ni libras, nos sentíamos un poco más distintos. Ellos en cambio, presiento que nos veían como los exóticos sudamericanos.
El tour era el mismo para todos: visita a la famosa catarata Tat Kuang Si, recorrido libre, un chapuzón en el río y sobre el final del paseo, una parada en una tribu típica. La lluvia no se hizo esperar y las gotas caían como lágrimas frescas sobre el paisaje verde fuerte y húmedo. La camioneta regresó a los tumbos por otro camino y en un viraje inesperado, el conductor pisó el freno en lo que parecía, el medio de la nada.
‘Ahora pueden recorrer la villa por quince minutos. Y comprar lo que quieran’, balbuceó, en un inglés muy malo pero suficiente para hacerse entender. Las caras de las chicas danesas se desencajaron y la pareja de alemanes sonrió, con sorpresa. Las últimas palabras eran un poco, recordarnos que más allá de ‘conocer una tribu típica de la montaña, en su hábitat natural’, como rezaba el letrero en la agencia de turismo, la condición sine qua non siempre era la misma.
Las casillas de madera se elevaban como plantadas en un terreno inferior a una manzana, perdidas entre los yuyales, la ruta y casi hundidas en el barrial que, imagino, era el estado constante del suelo. Una vereda firme que daba la vuelta al pueblo –las diez casas-, en una circunferencia perfecta, me hizo dudar una vez más, de lo genuino que podía ser ese lugar, sino un montaje preparado para los visitantes extranjeros que buscan la foto perfecta y sueltan algún dólar por un souvenir.
Al principio, bajamos de la camioneta sin entender demasiado. Nos mirábamos un poco descolocados, sin saber que se esperaba de nosotros, desolados a la vera del camino, a la entrada de un lugar que poco se parecía a los retratos coloridos de la National Geographic.
Tímidos, empezamos a recorrer esa vereda hacia los interiores de otro mundo y jugamos por un rato el juego propuesto. Nosotros, extranjeros, tan terriblemente extranjeros.
Y ellos. Un universo de ojos achinados, cabellos endurecidos por la tierra, piel curtida, y una actitud casi autoritaria, que erigían con desenfado desde sus pocos centímetros.
Un universo dominado por niños laosianos de uno, dos, tres años, y algunos quizá meses.
En pocos minutos la invasión fue plena y me encontré rodeada, avasallada por esos pequeños duendes que apenas sabían hablar su propio idioma, pero tenían muy claro que ‘faivzauzankipsmadam, plizmadam’* eran las puertas necesarias e indispensables para seguir manteniendo su reino.
Y me dolió tanto ser turista.
Yo, desde mi mirada sudamericana, que creía haberlo visto casi todo en los pueblos perdidos de mi continente, que sufría el orgullo de venir de una tierra donde la pobreza no se ve en fotos como la ven muchos de los europeos que cruzamos en ese viaje, que no me asombraba de la miseria porque siempre fue la dama oscura que acechaba en la esquina de mi propia casa.
Yo, esa misma, la de los ojos de periodista y el corazón sensible pero curtido por tantas injusticias que están a la orden del día en mi propio país.
Me sentí atravesada, atrapada por las manitos diminutas que me hacían señas casi desde el suelo, por esas almas tristes que ofrendaban sus tesoros por unas pocas monedas.
La invasión aumentaba a medida que avanzaba en mi recorrido, las tropas de duendes se acercaban desarmadas, con los pies descalzos y con apenas alguna ropa vieja colgando de sus cuerpitos. Quizá como tristes alas vivientes, muchos de ellos cargaban con una tela cruzada a su pequeña espalda: bebés desnudos. Bebés empapados en llanto, bebés con el mismo futuro de duendes de un reino de barro y lluvia, perdidos en algún rincón olvidado de este mundo, donde viven en silencio en una Tierra del Nunca Jamás que poco se parece a la del Peter Pan de las películas.
Las tropas me acorralaban sin armas de fuego pero apuntaban directo al corazón, con instrumentos más letales: los ojitos orientales clavados en mi occidentalidad evidente y en mi billetera. Para su desgracia, no podían diferenciar su blanco ni adivinar que lo único europeo en mí, estaba escondido en mi ADN y en mis antepasados, pero no en mis bolsillos.
Me sentí tan tristemente turista, tan ridículamente turista. Recorriendo la parcela de esos cachorros humanos, contaminados por una globalización que llegó a medias porque saber los números en inglés no calma a sus pancitas hinchadas de hambre de alimento y civilización.
La religión milenaria de Laos, es el budismo Theravāda, una de las ramas más populares de esta creencia. Theravāda denota la “enseñanza de los antiguos o los ancianos”. Y supe que ese Pueblo de Niños escondía a viejitos sabios detrás de cada mirada, hombres disfrazados de duendes intentando alcanzar el Nirvana a través del sufrimiento, en un reino miserable para la contemplación occidental.
El recorrido terminaba y como en un traspaso sin escalas de ese mundo al mío, el conductor de la camioneta nos llamó para el viaje de regreso a Luang Prabang, el pueblito turístico, los cafés franceses, las baguettes en la calle, la cama del hostel.
Los 30 kilómetros de camino me parecieron un túnel perdido en el tiempo. Un canal que conectó quien sabe como, un espacio del universo desconocido con mi propio universo, el de los viajes desafiantes, los misterios del mundo por descubrir. Ese sinfín de aventuras donde muchas veces las anécdotas de la bitácora terminan como marcas imborrables en el alma, y porque no, en el papel.
Dejé ese reino sin decir adiós pero, créanme, nunca se fue de mí.

lunes, 24 de marzo de 2008

Luang Prabang, pueblo dormido.




Desde el norte de Tailandia, el viaje es largo. Dos dias en bote a traves del rio Mekong, pasando la noche en Pak Beng, un pueblito olvidado, para asi seguir camino hasta llegar a Luang Prabang, en Laos, no es una odisea sino la aventura constante de navegar por esas aguas para descubrir a una ciudad suspendida en el tiempo.
Lejos del bullicio de las urbes, los flashes y el acoso turistico, Luang Prabang se despliega sencilla pero impactante. Cada esquina guarda un antiguo estilo colonial, fruto de la herencia francesa, que se mezcla con las casas humildes, los jarrones floridos rebalsando de los balcones y los infaltables templos, refugios sagrados y silenciosos testigos de los cambios que a traves de los siglos, gestaron a la ciudad.
Alguna vez la capital real de Laos, guarda de aquellas epocas un lujoso palacio, y hoy duerme, serena y bohemia en las orillas de los rios Nam Khan y Mekong. Resguardada como un tesoro, multiples organizaciones fomentan el ecoturismo en la region y la responsabilidad social para con sus trabajadores y niños. Como Patrimonio Mundial de la Unesco, Luang Prabang demuestra porque se gano ese lugar, desde la primer mirada.
Caminar por sus calles, atravesar sus paisajes, contemplar sus rios, es un balsamo para el espiritu. Cualquiera sea la hora del dia, en Luang Prabang se respira el aire de la siesta, se siente el calortibio del atardecer y se huele el aroma de la ropa secada al sol.
Su gente es tan cordial como humilde, 'sawasdee' es el saludo que abre todas las puertas, y suena como melodia, en la voz de los lugareños. Con las manos curtidas por tejer hilados de seda o algodon rustico, o quiza bordar interminables mantas, sus mujeres tapizan la avenida principal al caer la tarde, para vender las artesanias tipicas que sorprenden por su meticulosidad y esmero.
Los niños corretean entre risas por sus calles, o pasen en bicicleta, y no faltan los monjes que se presentan en procesion en el ritual matutino de la limosna, que es el orgullo de sus habitantes.
Cada noche las calles se llenan de luces y colores. Los aromas de comidas cocinadas a las brasas y una cerveza 'Beerlao' bien helada, son la tentacion ineludible. Un puñado de kips y se puede disfrutar de la mejor cena, para luego perderse entre los puestos de la feria nocturna.
Contemplar y vivir Luang Prabang, resulta una caricia para el alma. Respirar su aire, caminar por sus calles, admirar sus paisajes, es ser testigo de un paraiso perdido, donde el tiempo quedo detenido y solo queda lugar para la inspiracion.

lunes, 17 de marzo de 2008

Bangkok, una ciudad donde todo es posible.



Planificar un viaje a ese 'otro mundo' que parece el Sudeste Asiatico para los occidentales, es igual de misterioso como excitante. Imaginar poder pisar esos templos milenarios, caminar por las angostas calles repletas de puestos y ofertas inimaginables, y cruzarse a monjes descalzos con tunicas anaranjadas, resulta un sueคo lejano, pero que puede cumplirse con poco dinero y espiritu de aventura.
La primera impresion de Bangkok dista bastante de la serenidad asiatica que uno puede esperar. Quiza se acerque mas a recuerdos de paisajes sudamericanos, como las atestadas calles de La Paz, con sus ferias interminables, inundadas por el aroma a comidas cocinadas en las veredas y ruidos de bocinas que poco saben de leyes de transito.
El barrio de Banglamphu es la parada obligada. Un oasis turistico donde se ven mas cabezas rubias que ojos achinados, y quiza sea una de las zonas mas occidentalizadas de la ciudad.
Los templos aparecen salpicados entre los edificios viejos, los infinitos cibercafes y las remeras que imitan -con bastante exito- a las marcas europeas. Se erigen majestuosos y se ganan el respeto y la admiracion de todo transeunte. Pareciera que ninguna foto es suficiente para poder transmitir la imagen del Buddha y vibrar bajo la energia que se concentra en cada templo.
Desde los angulosos techos de las pagodas hasta las estatuas mitologicas que custodian cada estructura, todo lo religioso es sacro, y por mas lejos que uno haya crecido de esa cultura y esas costumbres, es imposible no sentirse avasallado por tanta belleza y majestuosidad.
La vida del turista en Bangkok es dificil. La ciudad es atrapante y los thais, tambien. La oferta de venta es infinita: desde dvds a artesanias tipicas, pasando por trajes a medida, comidas y musica, hasta llegar a acompanantes orientales que pueden hacer mas placentera la estadia... de todo senor que tenga euros en su bolsillo.
El calor es el companero inseparable, no importa la epoca del ano. Si el presupuesto lo permite, una habitacion sencilla pero decente incluira un ruidoso aire acondicionado. Sino, por unos pocos bahts*, el turista puede dormir bajo el debil aire de un ventilador.
Moverse por la ciudad no sera dificil. A cada paso un conductor de tuk-tuk** ofrecera recorrer Bangkok en varias horas, por unas monedas. Las promesas aumentan a medida que uno avanza, pareciera que para los thais, que uno quiera recorrer unas cuadras a pie es inconcebible.
Comprar es la tentacion, pero tambien, un dolor de cabeza. Los precios no existen, todo es relativo, todo se negocia, desde una remera hasta un enchufe. La primer cifra siempre es simbolica y las habilidades de compra y venta se aprenden rapido (aun cuando uno siempre terminara sintiendo, por alguna razon, que el que hizo negocio fue el vendedor).
La comunicacion sera otro escollo, divertido por lo general. El idioma universal es el ingles. Escuchar una conversacion e intento de venta entre un tailandes y un argentino -cada uno sintiendo que su acento es el correcto-, es digno de filmar y puede terminar convirtiendose en algo insoportable. Como sea, son las reglas del juego, y los extranjeros, somos nosotros.
La oferta de comidas es interminable y muy economica. El desafio es probar algo tipico en los puestitos callejeros, aunque para el 'delicado estomago occidental', las opciones de pizza y pasta igualan a las de arroz y noodles***.
Bangkok es un mundo aparte, donde se puede pasar del paraiso espiritual al infierno del consumismo en cuestion de segundos, y aun asi, la experiencia resultara totalmente unica.

*bahts: moneda local.
** tuk-tuk: tipico transporte tailandes de tres ruedas, con un asiento trasero que permite llevar entre dos y tres pasajeros, a un precio siempre negociable y muy economico.
***noodles: fideos orientales fritos.